08 enero, 2006

LAS DOS VECES QUE VI A CERVANTES


Seguramente no sabrán los que lean estas líneas, que el Arcipreste Senrita ya intentó publicar un texto en el anterior programa de feria 2004. No pudo ser, el texto que nos envió al correo de la asociación Amigos de Alcaudete fue rechazado en Cultura del Ayuntamiento, por la razón de su anonimato. No facilitó DNI. ni cualquier otra identificación que no fuese su nombre: Arcipreste Senrita.
Es recientemente, cuando he recibido un escrito del Arcipreste en mi correo personal, y en él me ruega que haga lo posible para que se publique la historia que en él me adjunta. Dado que seguirá el problema para que dicho escrito vea la luz, me decido a contarles a todos ustedes lo que en él se relata. Yo estoy perfectamente identificado y no creo que nadie ponga pegas a que estas letras estén en el programa de 2005.
Se extraña el Arcipreste del menudo revuelo que se ha armado con el cuarto centenario de la publicación del libro que narra "La vida, y hechos del ingenioso cavallero Don Quixote de la Mancha", compuesta por Don Miguel de Cervantes Saavedra. En dos ocasiones de su azarosa vida, quiso el destino que viese a tan ilustre escritor. La casualidad y las circunstancias de su vida fueron las que propiciaron dichos encuentros.
En el primero, que ocurrió en Alcaudete, según dice el Arcipreste no había cumplido los 9 años de edad. A continuación transcribo sus propias letras.


Era por la tarde, cuando las tinieblas empiezan a apoderarse de las esquinas y todo hijo de vecino empieza a apresurar el paso para llegar a su casa. Hacía rato que mi madre me había llamado con esas características voces y chistíos que hace tiempo se acostumbraba para que los niños tornasen a casa.
Me había sentado a la mesa camilla que estaba en el primer tramo de la botica de mi padre. Acababa de dar buena cuenta de un coscurro de pan pringado en aceite y untado con miel. Mi padre que estaba haciendo preparativos para salir a distribuir unos purgantes, me había encendido un candil de sobremesa y me instaba a que hiciese los deberes de cuentas y escritura para el día siguiente.
El pegunte de la miel que persistía en mis dedos, se resistía a ser traspasado a la pernera de mis pantalones. En esas estaba cuando entró en la botica un hidalgo, que se cubría con un bonete parecido al que llevaba su majestad el rey Don Felipe II (que en gloria esté), en un retrato a carboncillo que había en la rebotica. Zapatos con hebilla plateada, calzas negras, jubón marengo con abotonadura azabache y una gola algo amarillenta que los señores de Alcaudete no usaban ni en las grandes solemnidades. Tenía un brazo lisiado, que casi no podía mover y en la otra mano portaba un atado de pergaminos, que inmediatamente dejó sobre el mostrador.
Al pasar por mi lado me dio un capirote en la cabeza, a modo de saludo mientras le decía a mi padre:
– O la memoria me comienza a flaquear o vuesa merced, no estaba aquí la última vez que vine a esta botica -.
Mi padre le contestó al caballero que él tampoco le recordaba y que seguramente eso debió acontecer más de dos años atrás, que ese era el tiempo que regentaba el establecimiento.
Se abrió de nuevo la puerta de la calle y entró apresuradamente don Wisiedo el notario, contertulio y amigo de mi padre que sin mediar saludo alguno se dirigió al hidalgo, con una gran sonrisa y engolando la voz le dijo:
– Venía por la calle y le he visto entrar, si no me equivoco vuesa merced es Don Miguel de Cervantes, recaudador real, que vino por aquí hace unos cuantos años y al que tuve el gusto de conocer en la posada de la calle Pilarejo - .
El hidalgo se quedó mirando a don Wisiedo y mesándose la barba con la mano buena le respondió:
– Son muchas las personas que he conocido desde el invierno de 1592, pero ahora que usted me lo dice, me parece recordar que es justicia de la Santa Hermandad o notario -.
Don Wisiedo iluminó su mirada con la satisfacción de ser reconocido y contestó:
– Buena memoria tiene vuesa merced, soy notario, el justicia al que se refiere es Gumersindo Planeyes que también conoció en esas fechas y que le introdujo en el palacio de los señores condes-.
Don Miguel hizo un mohín de incomodo y dirigiéndose a mi padre le dijo:
–Perdonen vuesas mercedes pero necesito que me preste ayuda para el dolor que me consume este brazo inútil -.
Don Wisiedo le contestó de corrido:
– Nada, nada Don Miguel, lo primero es lo primero, ha venido al lugar apropiado, mi amigo Sebastián (que así se llamaba mi padre) le va a servir el mejor ungüento que jamás haya probado y todos sus dolores y molestias quedarán adormecidos -.
-Mire señor boticario, lo que me unto en el brazo es una cataplasma de Verbena que me va bastante bien, y vuesa merced sabe que más vale malo conocido que bueno por conocer-.
-Yo le habría preparado un ungüento de mostaza e higos secos. El que vuesa merced me indica lo aconsejo para los dolores de ciática pero si vuesa merced quiere ese ungüento no se hable más, que no hay enfermedades sino enfermos y lo que va bien a unos a otros no les remedia su mal, así es que si espera un momentico yo mismo le daré el masaje-
Le contestó mi padre y en un instante se perdió tras la cortina de la rebotica.
Se hizo un silencio incomodo que fue roto por el notario. – Don Miguel ¿Cómo le va con sus libros? ¿Ha publicado algo nuevo? ¿En que historias se anda metido?.- El señor Cervantes, tardó un tanto en contestar, pero al fin le dijo con una media sonrisa –No ha muchas semanas que he terminado una novela corta que he venido en llamar "El celoso extremeño" y trabajo en estos días en una historia sobre un hidalgo manchego que perdió el seso de tanto leer libros de caballerías-.
-Buenas historias serán sin duda-
dijo don Wisiedo – hace más de dos meses que no leo nada, rompí los anteojos y he de ir a Córdoba a por unos nuevos, pero lo último que leí de vuesa merced fue la Numancia, que aún no he acabado y puedo asegurarle que he disfrutado la lectura-.
En estas estábamos cuando mi padre entró de nuevo portando el ungüento y le mostró a don Miguel una silla que había a mi lado para que se sentase. Reparó mi padre en mi presencia y agarrándome de la oreja me mandó que subiese a la casa para así no estar presente durante la cura.
Al rato, cuando pensé que ya habría terminado el masaje, volví a la botica y ya se había marchado. Mi padre y don Wisiedo hablaban de la epidemia de peste que según relato del señor Cervantes, se había desatado en la ciudad de Sevilla de donde venía en viaje hacia Jaén y después Madrid.

El segundo encuentro, ocurrió en Madrid, según dice el Arcipreste y en esa fecha ya había cumplido los dieciocho años de edad. En esas fechas se encontraba estudiando su primer año en la Complutense de Alcalá de Henares, después de un año casi perdido en la universidad de Salamanca, (pero esa es otra historia).
A continuación transcribo sus propias letras.


Era un día del final de primavera, pero ya apretaba la calor. El viaje de Alcalá a Madrid había sido cómodo, en la diligencia solo íbamos cuatro personas, mi amigo y compañero Isaías Guzmán, un ama vieja y adusta que acompañaba a una muchachita enferma y yo mismo.
Llegamos a las Postas cuando el sol empezaba a declinar y aunque apretaba el hambre y la sed, nos encaminamos hacia la calle Mayor, pensando en tomar un bocado por el camino en cualquier ventorro al paso. Era sábado y teníamos planificado el viaje desde comienzo de curso. Se trataba de ir a Madrid a pasar una noche y estar de vuelta para el lunes ya que las clases en la universidad no podíamos perderlas. El sábado solo teníamos una clase temprana y salíamos con tiempo de coger la diligencia.
Todos los compañeros nos encarecían que tomásemos cuidado de no entrar en pendencias o reyertas que en Madrid eran especialmente peligrosas, pero vuesas mercedes saben que los pocos años y las ganas de ver y conocer no son buenas compañeras de la prudencia así es que con pocos dineros y un mucho de ilusión habíamos comenzado una aventura que esperábamos hacía meses. Tratábamos de ir al garito de juego de la calle Santiago, que se encuentra en los sótanos de la librería del editor Francisco Robles, el que publicó la primera de Don Quijote de la Mancha, allá por el año 1605.
Yo, que recordaba vivamente a don Miguel de Cervantes desde que era un tierno infante en Alcaudete, tenia el encargo de comprar dos libros del Quijote, uno para don Wisiedo el notario y otro para mi padre. Cumplido el encargo pasaríamos al garito con el fin de probar fortuna en el juego y así incrementar los escasos dineros que portábamos, ir a visitar a una cortesana de la mancebía de Domingo, en la Red de San Luis, conocida y paisana de mi amigo Isaías y si daba tiempo visitar alguna academia que así se llamaban las tertulias literarias y de poetas, o visitarámos algún mentidero de artistas.
Sin darnos cuenta, al entrar en la calle Mayor y más por intuición que otra cosa nos dirigimos a la derecha para desembocar en Puerta del Sol. La plaza se abría ante nosotros, cerdos y gallinas pululaban por doquier, restos de verduras y sandías medio averiadas formaban un pastiche por los polvorientos suelos y menos mal que por ser hora tardía, podíamos circular pegados a las paredes buscando la sombra. Vuesas mercedes sabrán que esto es peligroso por las mañanas o primeras horas de la noche por las costumbres que tienen las gentes de arrojar las aguas y orines por las ventanas a la voz de "agua va". Nos llegamos a la fuente que se halla en los aledaños del templo del Buen Suceso donde nos abrevamos y mojamos nuestros pañuelos para pasárnoslos por el cogote. Mi amigo Isaías colocó su pie sobre el pretil del pilar y después de echar una visual hacia la calle de la Montera me comento: –Tenemos que volver hacia la calle Mayor, si queremos llegar a tiempo a la librería, no sea que la encontremos cerrada-.
Así lo hicimos. Una pelea de perros junto al albañal del palacio de Oñate, nos hizo templar el paso hasta que un esportillero la emprendió a palos con los canes que huyeron despavoridos hacia la calle Carretas. En poco llegamos a los soportales de la Puerta de Guadalajara, donde un grupo de soldados porfiaban con unos paisanos sobre las ventajas de enrolarse en tercios. Ya les venia sobrando, con el calor que hacia, sus raídos jubones anaranjados y la capilla parda que alguno terciaba en el brazo, desde chico me atrajeron sus calzas verdosas y esos sombreros emplumados que con tanto donaire portaban.
Entramos en la plazuela del Salvador y después de pasar la esquina de Milaneses vislumbramos la librería en la calle de Santiago. A la puerta un individuo hacia guardia sentado en una silla de anea con el respaldo bajo el sobaco izquierdo. El tahalí con la vizcaína colgaba de la silla, y eso nos dio a entender que era vigilante y mercenario del garito. - Buenas tardes, ¿nos podría decir cuando cierran la librería? -. Nos miró con indiferencia y con acento flamenco nos respondió. – El encargado ha subido acompañado de un hidalgo al piso para hablar con Don Francisco, así es que la librería está sola, den una vuelta y vuelvan al rato que aún queda para que cierren- . Nos apartamos unos pasos sin saber que hacer y entonces reparamos en las ganas de comer y en que unos metros más allá, casi esquina con la plazoleta de Santiago había un bodegón. Nos miramos y sin mediar palabra después de lanzarnos una media sonrisa nos dirigimos a la taberna.
Estaba regentada por un manchego bizco que arrastrando las eses y aspirando las jotas nos dio ceremoniosamente la bienvenida inquiriendo de corrido qué es lo que íbamos a tomar. Yo pedí un plato de menudo y una frasca de vino de Alaejos recordando lo que mi padre decía del vino de Alaejos "…hace hombres a los niños y remoza a los viejos". Isaías por su parte se encaró a un cuartillo de aguardiente y un buen trozo de empanada de carne en adobo. Saciamos el hambre casi sin mediar palabra, distraídos en la contemplación de los parroquianos, unos aguadores que bebían málaga dulce y que por las voces y risotadas se deducía que llevaban varias jarrillas, una mendiga que daba la lata con su monserga lastimosa y un corchete que debía saber leer ya que seguía con el dedo las líneas de una gaceta mientras con la otra desmenuzaba una sardina arenque que trocito a trocito arrimaba a su boca.
Pagamos unos reales por la pitanza y salimos a la calle de nuevo. En la puerta de la imprenta estaban dos hombre y el guardián que se había puesto de pie. Mientras nos acercábamos, un zagal que sacaba un orinal repleto le dijo al "flamenco", - Manfred, baje que le llama Rafael- . Trincó la vizcaína de la silla y echó escaleras abajo diciendo- Gracias Pascualino, allá voy-.
Los otros dos caballeros se despedían cuando llegamos a la puerta de la librería. El hidalgo de la gola le decía al que parecía ser el encargado del establecimiento –Damián, quedamos en eso, mañana mandas a mi casa de la calle Huertas esos escritos que don Francisco Robles ha dejado sobre su mesa y yo te daré las correcciones del libro para que las entregues en la imprenta de Cuesta-. Un vuelco me dio el corazón, yo conocía al hidalgo, ¡claro que si! Le conocía desde mi infancia, solo le había visto una vez pero era inconfundible .
– Perdone vuesa merced señor hidalgo pero, o mucho me equivoco o su señoría es don Miguel de Cervantes-. Frunció el ceño, escudriñó mi rostro y después de repasar con la mirada nuestra apariencia, reparando en la loba y el manteo de la Universidad, contestó:- Tiene razón señor estudiante, pero yo creo que no tengo el gusto de conocerles-.
-Es natural Don Miguel. La primera y última vez que le tuve delante fue en la botica de mi padre en Alcaudete, allá por el año 1598 ó 1599 que de fechas pierde uno la noción, venía vuesa merced de Sevilla, dijo que la peste se empezaba a cebar en la población y pidió a mi padre un remedio para su dolor en le brazo lisiado -.
Don Miguel, frunció el entrecejo y después de mesarse la barba con la mano buena me dijo:- Por ese entonces seríais un rapaz, eso ocurrió en 1599, hace ya diez años y aunque no os recuerdo, si que me acuerdo de vuestro padre, que tenia un acento gallego que no era propio de las tierras de Jaén y también me acuerdo de un notario, de nombre Wenceslao o Wisiedo…
Sonreí, era impresionante que tuviese tan buena memoria, bonico se iba a poner don Wisiedo cuando se lo contase. – Pues que alegría Don Miguel, venimos de Alcalá donde hemos comenzado Teología, después de casi perder el año pasado en Salamanca. No ha más de hora y media que dejamos la diligencia y aquí estamos con el encargo de comprar un par de libros de las aventuras de don Quijote de la Mancha, encargos para el pueblo y que esperamos que sean de buena edición-.
-Salamanca no es lo que era mi buen amigo, pero pasen y seguro que Damián les atenderá divinamente-,
dijo don Miguel haciendo ademán de marcharse.
-Perdone don Miguel-contesté yo- pero no podemos dejarle marchar, seguro que vuesa merced será tan amable de firmar y dedicar los dos libros que vamos a comprar-.- Me incomoda porque me esperan en casa- respondió Cervantes- pero si no es cuestión de mucho rato, con gusto firmaré los libros-. Entramos en la librería y seguimos a Damián hacia unos estantes que recibían los últimos rayos de sol procedentes de un ventanuco que debería dar a un patinillo. Con el trasteo se levantó un polvo tenue que brillaba con el sol y dejaba un halo irreal en la librería, montones de ejemplares se acumulaban en mesas, estantes y aparadores.
Damián empezó a buscar mientras decía – Son dos Quijotes ¿verdad?-. -No, señor, tres- dijo mi amigo Isaías, que ante Cervantes no había dicho ni palabra pero que con su presencia se había animado a la compra de otro libro. Damián cogió tres ejemplares de una edición de 1608 por Juan de la Cuesta, pero yo que me hallaba curioseando en un estante, vi junto a cinco tomos de la Galatea, un Quijote trasconejado de la primera edición, o sea del 1605 y agarrándolo como si se tratase de un tesoro me encaré a Damián diciéndole – Suelte uno de esos ejemplares, que si no le molesta a vuesa merced, me voy a llevar este que es de primera edición- . Ni me contestó, cogió una punta de carbón y sobre un trozo usado de papel empezó a hacer la cuenta de la compra.
-Son trescientos ochenta y cinco maravedíes el tomo, pero ese que ha cogido vuesa merced es primera edición y está algo estropeado de rodar por las estanterías, me dan tres ducados y en paz quedamos-. Sacamos los dineros y juntamos los tres ducados que pedía. Don Miguel se impacientaba y viendo la premura le dije – Si vuesa merced lo ve bien le ruego que dedique el antiguo a mi padre Sebastián Meloso, y el otro se lo dedica a Don Wisiedo Carrueco, notario que es de la villa de Alcaudete -.Mi amigo Isaías hizo mención de la dedicatoria que deseaba y despedimos en la puerta de la librería al amable don Miguel, que en silencio nos había dedicado los libros.
Metimos los libros en una talega que al efecto llevábamos y repasamos nuestras pertenencias dinerarias antes de entrar en el garito. Poco dinero quedaba, pero de perdidos al río, y con parsimonia comenzamos a bajar las escaleras…

Deja el señor Arcipreste para más adelante la continuación de la historia, y asegura en lo poco que he dejado de transcribir de su escrito, que en alguna casa de Alcaudete debe de haber una primera edición del Quijote, la de 1605, y si no es así será porque algún villano lo haya quemado en la chimenea, en tarde de frío, y desconociendo la importancia del libro.
Alcaudete año de 2005, V centenario de la publicación del Quijote, Escrito original del Arcipreste Senrita, trascrito y comentado por Eduardo Azaustre Mesa para el programa de feria del mismo año.

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